Vivir adrede, Mario Benedetti
Descalzos
Cuando uno anda descalzo por la vida, concibe de a poco otra definición del mundo. Los pies reciben en sus plantas el sentido cabal de lo que pisan, ya sean baldosas, yuyos, caminos, hierbas, adoquines, praderas, bulevares, collados, veredas o andurriales.
Lentamente, los pies van aprendiendo qué es la tierra, o sea este planeta que nos ha tocado en suerte. Las plantas descalzas comienzan ignorantes, pero lentamente se van volviendo sabias. La superficie por la que andamos tiene su lenguaje y nos va instruyendo. Los pies descalzos elevan su informe y gracias a esa gratuita desnudez, vamos sabiendo algo más, tanto de los otros como de nosotros mismos.
El mundo descalzo no precisa de filtros, simplemente nos da lecciones de realidades varias.
Los pies pueden lastimarse y dejan huellas de sangre, que suelen servir de guía a los descalzos de segundo rango. Uno mismo, cuando va descalzo por su entorno, llega a creer impunemente que el mundo es suyo. Pero no lo es. Unas pocas veces pertenece a ciertos fantasmas que nunca dejan huellas.
No sé por qué tengo la loca intuición de que el mundo acabará perteneciendo a los descalzos. Que me perdonen los pies del homo faber omnipotente.
Isla
Cada ser humano es una isla. En el mejor de los casos, pertenece a un archipiélago. Aun así, cada isla es distinta de las otras. Algunas son fértiles, pródigas, ubérrimas. Otras son áridas, magras, resecas.
Cada ser humano es una isla, donde sólo convive con su conciencia y en ocasiones con un lago quieto que le informa sobre qué rasgos asume su rostro de náufrago.
Cuando el ser humano se aburre de su soledad entonces se comunica con otra u otras islas, a nado, o en balsa, en lachas o en canoas. Y en la otra isla conoce a otros náufragos y también a otras náufragas, y a veces se enamora.
El amor une a las islas como una corriente. A veces dos islas copulan y nace un islote.
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